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LA NACION: Domingo 21 de Mayo de 2000

MUSICA: CRITICA
El Colón vivió una experiencia gloriosa

La visita de la Filarmónica de Berlín, dirigida por el milanés Claudio Abbado, se constituyó en uno de los hechos musicales más grandes de la historia local. Tocaron Mahler, Dvorak, Debussy y Ravel.
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RADICAL. Abbado llevó la música de Mahler hasta las últimas consecuencias.
FEDERICO MONJEAU.

La Filarmónica de Berlín impresiona por la exactitud de su mecanismo y por su increíble precisión, pero impresiona todavía más por su carácter y su determinación, como si una energía que se encontrara alojada desde siempre unificase el gesto desde el concertino hasta el último violín y diese a los pasajes solistas la forma más individualizada de la música de cámara.

Hay una actividad constante, una energía que no cede en cada uno de los puntos de la orquesta. Claudio Abbado reconduce esa masa de energía en la dirección más interesante. El director de una orquesta como la Filarmónica de Berlín es como un capitán que conduce un maravilloso barco a vela, y que sin un exacto sentido del rumbo y una gran pericia técnica saldría del podio violentamente despedido por vientos de cien kilómetros por hora.

Abbado es un director tocado profundamente por la experiencia de la música contemporánea -Stockhausen, Maderna, Kurtag y, muy especialmente, Luigi Nono-, como se percibe en su forma de interpretar el repertorio tradicional. A veces la crítica se conforma con la comprobación de que las cosas efectivamente están en su sitio: la repetida expresión "dominio del estilo" podría dar cuenta de esto. Pero Abbado no es exactamente un estilista.

Su proyecto es más radical. En su interpretación de la Sinfonía N° 9 de Gustav Mahler (primer programa), Abbado llevó hasta las últimas consecuencias ese efecto de detención e inaudibilidad que ya había conseguido con la Filarmónica de Viena en una grabación para la Deutsche Grammophon.

Seguramente Abbado comparte esa idea de Nono, según la cual en un mundo saturado de ruidos la experiencia del umbral de audibilidad es algo estético en sí mismo. Pero a la vez esta situación cercana a la desintegración total parece provenir efectivamente de la obra y es coherente con la particular forma del relato mahleriano, que Abbado diseña magistralmente ya desde la comprensión del primer movimiento como una única melodía que atraviesa violentamente los tabiques de la forma sinfónica.

Los pianísimos de Abbado no son detalles que ocurren en el interior de la frase, como momentos de extrema delicadeza o de extremo virtuosismo; son pasajes sostenidos durante varios compases, como una dulce violencia en el hábito sinfónico, en la creencia de lo que es posible hacer y oír en materia de música sinfónica. Esos pianísimos pueden reaparecer inesperadamente en el Largo de la Sinfonía del Nuevo Mundo, de Anton Dvorak (que la Filarmónica de Berlín ejecutó en la primera parte del programa del viernes, completado por dos Nocturnos de Debussy y por La Valse de Ravel), sobre la última entrada del tema principal, con un efecto de paralización tremendamente sugestivo.

Su interpretación de La Valse, de Ravel, fue sencillamente magistral. El enfoque de Abbado no se limita a la persuasión rítmica de esa danza extrañamente alienada. Como si la ironía de Ravel quedase duplicada, Abbado emplea una lupa y ofrece un increíble laboratorio instrumental, ralentando y abriendo la frase todo lo necesario para mostrar el complejo tejido de la obra, como cuando el pianista Claudio Arrau abría esos grandes espacios en los trinos de Liszt o de Chopin; sólo que, en el caso de la obra para orquesta de Ravel, hay efectivamente una obra dentro de otra.

Tal vez nadie lo había mostrado con tanto claridad como Abbado, un director con ideas sobre todo lo que toca. Sus dos actuaciones con la Filarmónica de Berlín en el Colón quedarán entre las experiencias más gloriosas de la memoria local.

CLARIN: Domingo 21 de Mayo de 2000

La filarmónica, después del milagro
Orquesta Filarmónica de Berlín. Director: Claudio Abbado. Programa: Dvorak: "Sinfonía Nº 9 en mi menor, Op. 95, del Nuevo Mundo"; Debussy: "Nocturnos"; Ravel: "La valse". Asociación Wagneriana. Teatro Colón. Nuestra opinión: excelente

Si bien no hay parámetros universalmente extensibles ni formas de mediciones unívocas en el momento de evaluar la creatividad, también es cierto que el progreso artístico no es lineal ni constante.
Cierta leyenda ejemplifica este modo de concebir la creación en las sinfonías de Beethoven. A una obra superlativa le continúa otra que no alcanza el mismo nivel de genialidad pero que, a la vez, aun en un supuesto menor nivel, le permite mantenerse en una hipotética meseta ya alcanzada, a la espera del próximo salto cualitativo. Así, el ascenso de cada una de sus sinfonías impares "requirió" del sosiego de las pares para culminar su carrera en la novena.
Pero, ¿qué hay de la interpretación? Concretamente, ¿qué se podía esperar de la Filarmónica de Berlín después de producido el milagro del jueves a la noche? Si el destino le hubiera permitido seguir escribiendo, es dable suponer que Beethoven hubiera compuesto una excelente décima, pero jamás una segunda novena. Y Abbado y los berlineses volvieron a redondear una noche magistral, pero sin la magia que rodeó a esa inolvidable primera vez, después de la infinita espera y sin el éxtasis que propuso Abbado en una particular noche de gracia. Y sin una obra tan colosal como esencialmente noble, espiritual, maravillosa y musical como la última sinfonía completa de un Mahler que transitaba conscientemente el último tramo de su vida, en la plenitud de su capacidad creativa y con la suficiente entidad artística como para producir la obra, tal vez, más trascendente del romanticismo tardío.
El viernes, la Filarmónica de Berlín descendió del terreno de la filosofía de la música y de las revelaciones sobrenaturales al de la vida cotidiana. Y en este campo, el de las "simples" artes musicales también demostró estar un escalón más arriba de todas aquellas otras orquestas extranjeras que llegan de visita a la Argentina.
En el programa podría haber estado Brahms en vez de Dvorak. O podría haber aparecido alguna obra stravinskiana en vez de dos francesas. Son detalles menores. Abbado escogió, con buen tino y en el total de las dos noches, cuatro obras escritas en un lapso que va desde 1893 (Dvorak) hasta 1920 (Ravel). Y si bien no son el total de las estéticas y discursos pasibles de ser encontrados en el ancho territorio europeo antes y después del año 1900, sí son cuatro propuestas diferentes que supo exponer con una retórica convincente, con claridad estilística y criterios compartibles.
Romanticismo brahmsiano
Con la "Sinfonía del Nuevo Mundo", Abbado entró en el romanticismo brahmsiano, a través del más notable compositor checo de todos los tiempos, en una obra que, no por transitada, deja de tener contenidos por admirar. Pero, además, con esta sinfonía se pudo apreciar el particular color de los violines berlineses cuando deben cantar melodías onduladas, expresivas y directas, sin los infinitos misterios que pueblan la novena de Mahler.
Pero también fue el momento de contemplar cómo la cuerda se reduce a insignificantes y, a la vez, palpables pianissimo que permiten, por ejemplo, que la flauta pueda cantar en su registro grave sin la más mínima interferencia. La apertura del segundo movimiento, a cargo de los bronces en textura acórdica, no sumió a nadie en algún temor por posibles desafinaciones, sino que introdujo plácidamente a un inolvidable solo de corno inglés, pleno de humanidad, de matices y muy flexible en su expresividad.
La segunda parte del concierto comenzó con los dos primeros números de los "Nocturnos" debussianos, una de las obras paradigmáticas del impresionismo orquestal. Como corresponde, Abbado se apartó de las estéticas hasta entonces recorridas, le agregó cerdas a su batuta y con el pincel en la mano comenzó a teñir el aire de modo admirable. Si bien es capacidad de los músicos el poder pasar por todos los colores imaginables, es mérito de Abbado el saber combinarlos. Asimismo, no es Debussy un compositor siempre etéreo, que sugiere más de lo que materializa. Si en "Nubes" la búsqueda fue la de sensaciones a través de imperceptibles toques y cambios de humor, en "Fiestas", Abbado demostró que Debussy puede y debe ser interpretado con grandes volúmenes y pulsaciones métricas sin ninguna ambigüedad.
Ravel, sin impresionismo
Sobre el final, llegó el turno de un Ravel absolutamente alejado de cualquier planteo impresionista. Si bien cierta rutina muy poco meditada iguala a Ravel con Debussy como una ecuación irrebatible, "La valse" es una obra absolutamente lejana a los planteos estéticos del impresionismo francés, concreta, chirriante, pulsable, disonante y pasional. No puede dejar de mencionarse los infinitos pequeños cambios de tempo - los célebres rubatos- que logra Abbado de modo prodigioso. Aceleraciones, retardos expresivos, detenciones imperceptibles del ritmo valseado, son tocados por más de cien músicos como si de un solo ejecutante se tratara.
El final fue grandioso, espectacular y, al mismo tiempo, increíblemente claro. Si después de Mahler nada era pasible de ser tocado, luego de "La valse", al fin de cuentas, "sólo" un exquisito divertimento raveliano, Abbado se permitió un agregado. Fuera de programa llegó el arreglo orquestal de la "Danza húngara en sol menor", de Brahms, con elementos rapsódicos, glissandos expresivos y, como corresponde, pasión, mucha pasión.



Pablo Kohan Doce chelos que sorprenden Versátiles: los integrantes de la Filarmónica de Berlín transmiten con unción música de Villa-Lobos, Piazzolla y Salgán.
Los miembros de la Orquesta Filarmónica de Berlín están siempre dispuestos a darnos sorpresas. Hace poco se emitió -y reiteró- por cable una grabación de la orquesta berlinesa frente al público multitudinario emplazado en un gran parque, bajo la conducción de Daniel Barenboim. En ese concierto, la Berliner Philharmoniker entregó música clásica. Pero en el final se dedicó a exhumar tangos de Gardel, Piazzolla y Salgán, arreglados por el inspirado José Carli.
En ese momento se pudo comprobar que Tchaikovski no estuvo equivocado cuando escribió sobre la elasticidad de la orquesta, capaz de transitar, entonces, desde un delicado Haydn hasta las dimensiones de un Liszt o un Berlioz. Más tarde llegarían, por cierto, Strauss, Mahler, Prokofiev, Schoenberg...
Doce miembros de esta legendaria agrupación -doce chelos- se reunieron para acometer música de este rincón del mundo. Y el sello EMI Classics rescató esa grabación. Como "un escape, una huida fugas a tierras lejanas... a Sudamérica", según se presenta el CD.
Perfectamente instalados en la ola mundial del tango, los músicos abren el registro con los tres números de las Bachianas Nº 1, de Villa-Lobos. Inquietantes cuerdas sostienen, en perfecto ensamble, el intenso canto de los otros violonchelos. Y el Bach sudamericano avanza, ya sereno (ya en la trama de una fuga final), por senderos insospechados.
La "Fuga y misterio" de Piazzolla, arreglada por José Carli, suena potente en el diseño inicial del juego imitativo, con la vibración y el empuje propios de tangueros modernos. Y aunque el misterio suene "leído", como en otros tramos lentos de la música ciudadana de Buenos Aires, no deja de ser hondamente musical.
Una bossa nova enfática, de Kaiser-Lindermann, suena algo extraña en su refinamiento. Pero lo que realmente sorprende es el arreglo -otro de Carli- de "La flor de la Canela", que suena a exquisito lied.
Otra joya es la Bachiana Nº 5 de Villa-Lobos, que canta con unción la soprano Juliane Banse. La otra grata sorpresa es el "A fuego lento", de Salgán. Los músicos alemanes siempre dan fe de sorprendente ductilidad y eterna musicalidad.